Abraham García, chef del Restaurante Viridiana

Abraham Garcia

No hay otro chef en este país que tenga el currículum y el carisma del toledano Abraham García. Este incansable chef lleva toda su vida en la cocina, pero también demostrando talento con las letras. Ha colaborado en el periódico El Mundo y en la emisora Onda Madrid, entre otros medios.

Abraham García

Incluso ha realizado una serie de programas para Canal Cocina, aunque su hijo predilecto siempre ha sido su querido restaurante, Viridiana. Le concedieron el Premio a la Trayectoria Profesional en la Cámara de Comercio de Madrid. Para muchos es el “padre” de la cocina fusión. Se ha ganado un puesto entre los más grandes gracias a su restaurante Viridiana. Y hemos querido charlar con él para que nos cuente cómo veía y ve este sector. De este modo, Abraham García nos desvela algunas de sus experiencias dentro de su cocina y su sala junto a su trayectoria fuera de nuestro país como comensal en varios restaurantes. Además, podremos escuchar sus sabios consejos sobre funciones de un camarero en la sala.

Más de 40 años entre fogones dan para mucho, ¿cómo valoras el cambio entre la antigua relación cocina/sala, y la actual?

Nunca entendí el enconado desdén con que los cocineros de antaño miraban a los camareros, esos transportistas de platos de los que sospechábamos que afanaban el bote. Y que, de tarde en tarde, se llevaban al tálamo a alguna clienta pechugona. Razones para la envidia no nos faltaban.

Hoy, nadie duda de que a la sala le corresponde no menos del cincuenta por ciento del éxito de un restaurante. Bien es cierto que los medios de comunicación han dado una importancia desmedida (y, en mi caso, inmerecida) a las estrellas (la mía menguante) de los fogones. En detrimento de la abnegada sala, que, resignada, sigue ejerciendo su impagable labor. Cierto es también que en la estela de este halley mediático hay más cocineros vocacionales que camareros.

Por la cambiante brigada que explotó en Viridiana han pasado constelaciones de delantales blancos con sus flamantes títulos universitarios. Ingenuos que prefirieron colgar sus togas, fonendos o reglas de cálculo para mancharse la chaquetilla. Constatada realidad jamás se ha dado entre los pingüinos con lito.

Cuando comenzaste con la cocina “fusión”, ¿el cliente entendía los platos a la primera, o la labor de los camareros era fundamental en sala para conseguirlo?

Hombre, quién duda que los camareros siempre orientan al comensal. Tuve uno tan explícito que cuando, señalando la carta, le preguntaban: “¿esto cómo va?”. “Con un plato debajo”, aclaraba locuaz.

Por los cuarenta años de Viridiana han pasado camareros eficientes, abnegados e ilustres. Y uno despistado, que planchó el chillón omoplato a Mick Jagger confundiéndolo con el feo de los Calatrava. Y algunos tan inspirados y lúcidos que mancharon el remendado mantel de mi memoria con situaciones así de surrealistas.

Transcurrían los belicosos años de la revolución nicaragüense; el pingüino, encorvado y llevándose la mano a las posaderas en ese gesto ritual y absurdo (el que tiene que protegerse la cartera es el cliente), mostró el cava antes de abrirlo. Bien fuera porque lo había agitado como a un fármaco o porque no estuviera bien frío (no sé qué es peor), la detonación al descorcharlo fue tal que se suicidaron varias copas.

Crucificándolo con mi característica mirada (un sacacorchos oxidado son mis ojos) le espeté si no sabía abrirlo con más delicadeza. “Discúlpeme, pero yo siempre pregunto al cliente si lo quiere con o sin ruido”.

Ocioso es precisar que en esta ilustre familia he conocido a profesionales admirables que recordaban cada rostro y otorgaban a los clientes un trato personalizado, delicado y eficiente. Profesionales que, hoy en día, no se atrapan ni con el lazo de un sueldo de banquero.

Y la cocina de fusión, de la que se supone soy el padre (putativo), vino volando en la panza de los aviones (ballenas voladoras), donde dormitaban todos aquellos productos que mi insaciable curiosidad descubría en cualquier lugar de este sabroso mundo. Durante mucho tiempo retransmití carreras de caballos; feliz circunstancia que me permitió volar a lugares que no habría conocido de no ser por el frenesí de los pura sangre ¿Qué iba a pintar un toledano en las praderas de Kentucky si no hubiera sido por el Derby? Así fue como el sirope de arce o el mejor bourbon, son sólo dos ejemplos, se integraron en mis postres y tartares.

Cerrar los oídos como los marineros de Ulises a los productos lejanos, ayer exóticos, hoy cotidianos, sería tan absurdo como amputarse dedos. ¿Por qué no aprovechar el orbe comestible que nos ofrece el inabarcable mercado? Mi distinguida clientela siempre fue cómplice consciente de tan dichosa realidad. No hicieron falta explicaciones ni entonces ni ahora.

Durante todos estos años has conocido mucho mundo. ¿En qué punto dirías que se encuentra la sala y las funciones de un camarero en España respecto a la de otros países?

En relación a Francia y Portugal, por citar países cercanos, muy por debajo, y bien que lo lamento. La primera vez que visité La Tour d’Argent, un templo del servicio no menos importante que su vecina catedral de Nôtre Dame, hoy también asediada por rasgados ojos orientales, aún ejercía su magisterio con mano dúctil y férrea (sirope y angostura) el ilustre Claude Terrail.

Allí pude asistir al fusilamiento, primero con la mirada y luego de palabra, al que condenó a un camarero que había olvidado servir el pan de especias que acompañaba a los quesos. Se me enfrió la comida pasmado de admiración por aquel ballet digno de Diaghilev en el que en mesas de hasta ocho comensales y sin mediar palabra, un pulpo de brazos levantaba al unísono las campanas que cobijaban los platos.

Más tarde, le pregunté cómo había conseguido reunir un grupo de camareros con tan envidiable formación. “La formación se la doy yo; esto no se aprende en las escuelas de hostelería. La mayor parte de mis camareros han sido valets” (Francia, exceptuando los periodos de guerra, ha vivido siempre en la opulencia. No es extraño ver en los campos Elíseos, en las cercanías del Arco del Triunfo, cientos de perros paseados por sus uniformados mayordomos). Terrail, que ordenaba la logística de su restaurante como un general, poseía la Legión de Honor y la Medalla al Mérito de Guerra. No en vano el  plato principal de La Tour d’Argent era, y sigue siendo, el pato a la sangre.

En Portugal (menos mal que nos queda…) un sumiller, ya con la cabeza enharinada, descorchó ante mis atónitos ojos un Oporto con más años que él. Ver como el viejo profesional manejaba las pinzas, como arrancaba el cuello de la botella con una naturalidad sin pretensiones, y como decantaba sobre la bolinga vela encendida en honor a Baco, fue un espectáculo que el mildiu del tiempo no podrá arrebatarme.

Cierto que era un restaurante de campanillas, pero qué felicidad ver servir un vino glorioso con un ritual sagrado (las confundidas pastoras, ¿qué se habrían fumado?, que vieron descender a la virgen de Fátima bajo un palio de nubes, debieron sentir una emoción análoga).

Sabemos que siempre dices lo que piensas. Mójate, ¿cuál dirías que es el principal problema de nuestras salas hoy en día?

En Madrid, mi pueblo, se abren no menos de tres docenas de restaurantes de altura al año (aunque, con frecuencia, la altura solo atañe al precio). Que alguien me explique de dónde salen treinta y cuatro maîtres, diez sumilleres y cien jefes de rango con conocimiento y oficio para abrir plaza.

En cuarenta años sólo he tenido un maître digno de tal nombre, Jaime, que me abandonó por otro, su propio restaurante. El resto, un hatajo de impostores más pendientes del reloj que de los comensales. Padecí uno (cuyo nombre omito), apodado “El Marqués”, al que teníamos que cantarle el “cumpleaños feliz” para que se dignase a apagar las velas al final del servicio.

Y pensando más en positivo, ¿qué puntos crees que son los más sólidos en el campo de la sala en España?

Lo mejor está por venir. Profesionales imberbes pero aún no maleados, a quienes, a poco que se esfuercen, pertenece el futuro inmediato. Gente con ganas, que ha pasado por escuelas de hostelería, que ha recibido cursos de enología, que ha visitado bodegas… En estos últimos años he constatado (al principio con perplejidad, ya sin asombro) la cubitera de hielo arrojada al rostro que ha supuesto para muchas figuritas toparse con la realidad. Montañas de teoría que se derrumban en cuanto una mesa de nueve comensales, y sin ánimo de joder, piden ocho aperitivos distintos o preguntan por los ingredientes de un plato antes de comandar.

Parafraseando a un modisto frailuno y gallego (“la arruga es bella”), he visto como a más de uno se le arrugó el smoking al comprobar que la rutina de las maniobras militares nada tiene que ver con el ardor de la guerra, el fragor de la batalla en la que se transforma cada servicio tumultuoso (y los míos siempre lo son). Sin embargo, benditas sean las escuelas que, al menos en lo teórico, sientan las bases de los profesionales que añoramos.

Cuando sales a comer, ¿qué es lo que más valoras del servicio que te atiende?

Tras la profesionalidad, lo que más aprecio es la humildad. “Vale quien sirve” (reza el sabio lema de la Escuela de Hostelería El Lago, institución que en cuanto a cocineros –he padecido varios- y acorde con su nombre, últimamente hace aguas). Sinceramente, me han servido de poco las sugerencias de maîtres y sumilleres, con frecuencia empecinados en servirme el vino más caro.

En ocasiones, cuando he consultado al del tastavin, colgajo exhibido con la misma arrogancia con que Pat Garrett llevaba su estrella, sobre un vino o una uva que desconocía, el impostor se ha quedado en blanco. Peor hubiera sido quedarse en rosado. ¡Qué poco han aprendido de estilo, sencillez, maneras, elegancia… del insigne Custodio Zamarra, que Baco guarde muchos años!

Como gran experto en experiencia gastronómica, ¿qué consejos en sala le darías a un camarero novato que tenga ganas de llegar lejos?

Que aprenda de mi suegra la importancia de querer llegar lejos: ella, deseosa de expandir su territorio, sólo permitía a su lanuda perrucha mear en las ruedas de los coches con matrícula extranjera. Los idiomas son imprescindibles, tanto que ya nadie pregunta por el dominio del inglés en una entrevista de trabajo; se da por supuesto.

Por otro lado, y mientras que no acabemos con la paupérrima formación académica que sufrimos (ni sueño con llegar a los niveles de Francia, la cuna del buen servicio), tiene que querer aprender.

Necesitamos gente con agallas, espíritu de trabajo y superación. Que defiendan y dignifiquen tan noble oficio con la misma determinación e ingenuidad que el barman del Saloon en un western legendario. Aquerenciado en tablas, John Wayne, pedía el último whisky, y luego interpelaba: “¿Ha estado usted alguna vez enamorado?” “No señor, yo siempre fui camarero”. “De mi profesión, siempre”, bien pudiera haber dicho.